Carlos Ramírez/Indicador político
El impulso humano de atenerse a fórmulas preconcebidas y prefabricadas es muy fuerte, pero se sostiene gracias a la falta de imaginación, o mejor dicho, a la pereza mental para encontrar distintas alternativas de aplicación de una vieja herramienta. A eso se debe el cuestionamiento a la sociedad de convivencia que no es otra cosa que una diferente aplicación del viejísimo contrato de sociedad civil, o sea, un simple acuerdo de voluntades para asociarse con un propósito lícito, no mercantil.
Pocos son los conocedores de la ley, que saben que la sociedad de convivencia se puede hacer bajo el amparo de las normas ya existentes desde hace muchos años ante un notario público que de fe de lo acordado e inscriba el documento en el registro de sociedades civiles y que, no hay necesidad de que los diputados se devanen los sesos para hacer una norma innecesaria.
Los supersticiosos de la ley, están apurando a los diputados locales para que aprueben una disposición civil que le de existencia a las sociedades de convivencia, cosa que, insisto, no hace falta. Por otro lado, los que ven una sola faceta de la sociedad de convivencia, que es la de las uniones homosexuales, se escandalizan también inútilmente, porque no observan que la sociedad de convivencia, aplicada a las relaciones heterosexuales, puede suplir perfectamente al engorroso matrimonio civil, como éste suplió al religioso en su momento.
La ilusión femenina de llegar al altar vestida de blanco, y la molestia masculina de llegar al altar con una escopeta apuntada por el suegro en la espalda, hoy por hoy son ridiculeces y anacronismos. Hace muchos años que se agotó el matrimonio como único y mejor destino de las mujeres y dignificación de los hombres. Los tiempos en que ellas se atenían a un marido para sobrevivir y ellos para ser servidos, han quedado muy atrás. La libertad e igualdad entre géneros ha conducido a una sociedad equilibrada en donde las viejas formas matrimoniales son un estorbo en vez de una solución. La separación de la Iglesia y el Estado, en vigor desde las leyes de Reforma, en México arrinconó a segundo plano la institución del matrimonio religioso; el matrimonio civil ocupó el lugar del otro pero no se desembarazó totalmente de los formulismos y solemnidades acostumbradas en el suplantado. En la actualidad subsiste todo un ceremonial inútil y reiterativo que, de no llevarse a cabo, deja la sensación de que no ha habido unión formal.
Por otra parte, el concepto de familia que es el último anclaje del matrimonio tradicional, también requiere de ser revisado a la luz de las nuevas formas de vida social: La familia ya no es el prototipo cristiano de papá, mamá e hijo, para equipararse a la “sagrada familia”; hoy las familias suelen formarse entre: una madre y su o sus hijos, un padre y sus hijos o un tío y sus sobrinos como la del Pato Donad, una pareja sin hijos, una pareja homosexual, un padre o madre adoptivo con uno o más hijos adoptivos, unos abuelos con sus nietos, un trío, un cuarteto, un quinteto, sexteto etc. He aquí enunciadas diferentes formas de familia que admiten más combinaciones y todas son legítimas y nacidas de la libertad y voluntad humanas. Insistir en la misógina y misandrica idea de Melchor Ocampo de que la sagrada familia es la única forma legítima que surge del matrimonio de pareja, es desperdiciar todas las posibilidades que tiene el ciudadano moderno. Las leyes surgidas de legisladores inteligentes nos han dado herramientas que no hemos sabido utilizar, restringiéndonos a las viejas fórmulas ficticiamente obligatorias.