Jorge Robledo/Nuevos dictadores
Estas noches invernales son nefastas para las parejas que insisten en la anti higiénica costumbre de dormir juntos. No hay manera de no acabar jalándose las tilmas y gritándose en la oreja: “Me estas destapandoooo”. Ya puede uno darse de santos cuando se tira a broma y se amanece con la sonrisa en los labios, por lo regular alguno de los dos se levanta trompudo.
Recuerdo que antes las cobijas se podían mandar a hacer a la medida, así que el asunto lo resolvía el obrajero del pueblo, pero en la actualidad los cobertores se compran en las tiendas, tienen medidas estándares: individuales, matrimoniales, cuinsais, kingsais y ya, pero ninguna alcanza para tapar holgadamente a dos durmientes, sobre todo cuando hacen demasiado bulto por estar bien alimentados, o se despernancan en la inconciencia del sueño, o se agrega el gato de la familia que es especialista en encontrar el lugar más calientito de la casa, que es en medio de los roncantes.
Y aunque dice el dicho en tono de pregunta que “¿A oscuras quién ve y dormido quién siente?” no falta que entre tirón y tirón de cobertores, acabe uno dándose algún codazo y ríase usted de la segunda guerra mundial.
Pues antenoche nos pasó todo eso, así que antes del divorcio necesario, Lola pensó en comprar en La Parisina unas tiras de tela lo más perecidas en color y textura a la vieja cobija que usamos desde tiempos inmemoriales, pero sólo lo logró en un cincuenta por ciento, es decir, encontró la textura afelpada gastadona, pero el color pardo tirando a fucsia no hubo modo, sólo consiguió un amarillo oscuro deslavado con manchas negras… ¡Pues esa compró! Y se puso el día entero a coser y añadir la tilma. Ahora, debajo de la colcha cuelgan a los lados unas cenefas atigradas, con lo que ganamos dos cosas: ya cubren toda la cama y no hay modo de destaparse el uno al otro y, lo más importante, el gato cree que ahora duerme un tigre con nosotros y ya no se sube a la cama.