Contra un oscuro pensamiento presidencial

Felipe de J. Monroy*

Primero, sólo un canalla podría mofarse de una expresión tan transparente y hasta cándida como la que dijo el presidente López Obrador sobre su deseo de traspasar la historia de México como un parteaguas refundacional. Al menos en ello ha sido constante y en su mente el país que él lidera no puede parecerse al país previo a su regencia. Para él y quizá para muchos mexicanos aún, la ‘transformación’ no es un eslogan, es un imperativo.

Y, si el anhelo de transformación es respetable, la ejecución de la misma al frente de la administración federal es debatible. Además, no sólo es válido cuestionar la eficiencia y la calidad moral de los funcionarios públicos, es indispensable. Así se ha hecho en el pasado con otros mandatarios y la democracia participativa exige que se continúe haciendo ahora y en el futuro.

Por ello, parece que hay un cambio sustancial en el tradicional fraseo utilizado por López Obrador que lo conecta -al menos semióticamente- con sus antecesores. En 2018, esta misma frase era usada en positivo: «Quiero ser de los mejores presidentes de la historia de México»; ahora, la expresión parece tener menos bríos: «No quiero pasar a la historia como un presidente mediocre».

Parece insignificante el cambio, pero en política, como diría Jesús Reyes-Heroles, «la forma es fondo»; porque si entre la expectativa y el denuedo vive el esfuerzo; entre el anhelo y la angustia acecha la incertidumbre. La segunda expresión de López Obrador tiene entre cada palabra un pequeño gramo de temor ante la posibilidad de fallar. Fallar, no por no haberlo intentado, sino por quedar a mitad del camino. Ese oscuro pensamiento ha cruzado por la cabeza del presidente y no es cosa menor.

‘Mediocre’ es una palabra dura y cruel; pero su etimología es más benevolente. Algunos filólogos con alma de poetas afirman que procede de las raíces griegas ‘mesos’ y ‘ocris’. La primera se refiere a la ‘mitad’ y la segunda es un arcaísmo con el que se describiría una montaña escarpada y de difícil acceso a su cumbre. Mediocre, por tanto, sería el que intenta vencer la cima pero se queda a la mitad. La intención original se diluye y la desconfianza opaca el anhelo. La mediocridad, por tanto, habita en ese indefinible estado de insatisfacción e incertidumbre. En el camino cambia el peso de la luz, pasa de brillante y donairosa, a melancólica y nebulosa; el miedo transforma el anhelo en ilusión y la esperanza en desvarío. Incertidumbre e insatisfacción son oscuras fuerzas que pueden ensombrecer los más nobles y puros anhelos; pueden cambiar la reciedumbre por resistencia; y, lo peor: confundir la meta por destino.  En todo caso, el temor a ser calificado por la historia es una pesada lápida de supuestos que impide caminar y es un problema serio cuando la vida gira alrededor de ese obsesivo y oscuro pensamiento. Lo explicó así Julio Torri en ‘Xenias’ sobre cierto sujeto que escribía obstinadamente con un sólo objetivo en mente: «Cuando muera -decía- se dirá que fui un genio, que puede escribir sobre todas las cosas. Se me citará como a Goethe mismo, a propósito de todos los asuntos». Torri remata la fábula: «Sin embargo, en sus funerales -que no fueron por cierto un brillante éxito social- nadie lo comparó con Goethe. Hay además en su epitafio dos faltas de ortografía».

¿Cómo nos habrá de tratar la historia? No lo sabemos pero es una cruel pregunta para nuestra efímera y débil condición humana. Aquello es tristemente incontrolable. Lo que sí está en nuestras manos, si acaso, es lo que el poeta intuye en aquel verso: «Se hace camino al andar». No hay otra respuesta frente a la montaña escarpada: andar, hasta donde humanamente se pueda. Despreocupémonos del destino, esforcémonos por llegar a cada meta y dejemos que la historia juzgue si lo realizado fue o no extraordinario.

*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe