Felipe de J. Monroy*

¿Cuánto de los conflictos de los demás es también nuestro? ¿Qué tanta neutralidad podemos mantener mientras la parcela del vecino es arrasada y sus habitantes violentados? Tal como auguró y advirtió el filósofo Zygmunt Bauman: El acceso a tanta información no sólo reduce la posibilidad de ‘no saber’ sino que, al mismo tiempo, nos condena a comprender lo poco que hacemos por arreglar los problemas y auxiliar al prójimo.

Hoy existe una especie de cómodo adormecimiento entre inmensas porciones de la sociedad que atestiguan los conflictos desde la desafección; sin embargo, la breve indiferencia suele ser interrumpida no por los ecos de las tragedias sino por la flecha certera de la agresión en carne propia. Pareciera que se ha vuelto una regla implícita de la convivencia contemporánea mantenerse pertinentemente equidistantes al grito náufrago de las víctimas; aunque, por eso mismo, los clamores de nuestra propia desventura se padezcan en solitario, en un desierto iluminado si acaso por frías cámaras e impersonales periodistas que entran y salen de los infiernos con la indiferencia del tedio.

La neutralidad en tiempos de crisis no es más que una ilusión de seguridad. Cuando descalzamos nuestras propias preocupaciones y entramos al terreno sagrado del dolor ajeno, podemos darnos cuenta de que no hay barreras que nos protejan realmente del sufrimiento de los demás. 

La solidaridad, como acto de despojarse de las distancias y las vanas seguridades de la indiferencia, es lo que nos permite sentir el corazón herido del prójimo en carne viva, reconocer que la tragedia del vecino es también la nuestra. Si nos mantenemos al margen, sin intervenir, sin compasión, nos arriesgamos a ser víctimas de la misma desolación que ignoramos. La verdadera justicia no se mide por la distancia que logramos mantener, sino por la proximidad con la que respondemos al llamado de las víctimas. Así como el sentido último de la ley es el anhelo de justicia; el sentido final de la información no es sólo la otredad, es la relación, la vinculación interactuante. Como con Quijote o Fausto, la actitud insaciable de los meros datos tarde o temprano conduce a dialogar sólo con ilusiones, demonios o quimeras.

La subsidiariedad, principio que nos impulsa a asistir a los más vulnerables, es un antídoto contra la narcotización que ha envuelto a la sociedad. Durante una conferencia en Roma, Bauman advertía que el acceso ilimitado a información comporta dos dilemas éticos de una gravedad sin precedentes. Primero, ser espectadores no es ya la condición de unos cuantos sino de todos: “testigos del mal causado y del sufrimiento humano que este comporta”; y, segundo, “todos nos vemos en la necesidad de disculparnos y autojustificarnos”. Andar sobre el dolor libera de esa espectacularidad del dolor editado y teletransmitido: si somos testigos involuntarios de actos inhumanos ¿por qué encogerse de hombros, resoplar condescendientes y cambiar de canal?

Quizá es porque nos encontramos saturados de infodemia: perdemos la inocencia al saber tanto y poder hacer tan poco. Poner juicio y valoración a cada conflicto para discernir su veracidad parece en sí ya un acto heroico de egoísta satisfacción pero lo que finalmente aparece en nuestras pantallas no deja de ser un espectáculo distante. ¿Cómo hacer para comprender que es una llamada a entrar, con humildad, en la complejidad del mundo, a asumir la responsabilidad que compartimos como parte de una humanidad interconectada?

La compasión no es un acto de misericordia condescendiente, sino un reconocimiento de nuestra fragilidad compartida. Cuando la parcela del vecino es arrasada y sus habitantes son violentados, nuestra propia paz está en peligro. La flecha de la agresión que eventualmente nos alcanza no es una sorpresa; es la consecuencia natural de haber ignorado las llamas que devoraban la casa del otro. La neutralidad, en este contexto, es una cómoda mentira, un despojo de nuestra humanidad que tarde o temprano nos despojará de nuestra propia seguridad.

Así como el refrán dice que “quien lleva botas no le preocupa el terreno”, podríamos añadir que quien se descalza para entrar en el dolor ajeno construye el camino hacia una sociedad más justa. Despojarnos de las botas de la indiferencia es el primer paso hacia una justicia que no se contenta con observar, sino que actúa. En lugar de mantener una distancia prudente, la compasión nos invita a acercarnos, a compartir el peso del sufrimiento, y a convertir el terreno infértil del conflicto en un campo fértil de esperanza y reconstrucción.

*Director VCNoticias.com

@monroyfelipe